No sé como me toqué el culo, creo que de casualidad. Me di cuenta que está firme aún, entonces me imaginé durmiendo en un geriátrico y pensé en mi culo, seguramente más arrugado. Es que los cincuenta y pico son así, no sos muy joven, tampoco sos muy vieja, es como si no fueras nada, con todo lo que se te viene encima: el pasado y el futuro.
Venís de hacerle frente a las generaciones anteriores, quisiste ser distinta, mandaste a la mierda el aguante y te quedaste sola, casada, separada, en pareja o “sola”, en el sentido más literal de la palabra, pariendo en los rincones el amor, el desamor, los hijos, la sociedad, el patriarcado. A veces querías baldear el patio como tu vieja o tener un tipo que te siga llevando al supermercado pero uno elige y luego te lo cobran todos, la familia, la patria y vos, la peor de todas.
Empiezan los hijos con el festival de traumas a insinuarte que les cagaste la vida, porque ellos andan por los veinte o por los treinta, que es cuando se comienza a querer jugar a la familia propia, muy lejos, en espacio y forma, de la que uno tiene.
Entonces vos te acordás del día que les cambiaste el pañal y no sabías bien como ponerlo y la mierda les llegó hasta la nuca, los limpiaste, los lustraste, les pusiste la colonia de bebé, pero los recuerdos de la infancia, en algunas etapas, siempre tienen olor a mierda y este es el momento de empezar a ver el trayecto familiar, mamá y papá, los dos héroes voladores, mágicos, estampados contra la pared del tiempo, como en el mejor dibujito animado.
Tu reacción es la de una madre “normal”, querer reparar todo. Te parece que es indispensable, que es tu obligación. Los reproches y las culpas te llueven a cántaros y llegan años en los que te aguantás todo lo que no le aguantaste al tipo que puso las semillitas, y te hacés cargo del bosque, de barrer inútilmente las hojas del otoño, de los incendios forestales, de los cazadores furtivos.
A veces, hay un gesto familiar amable y pensás que se pueden decorar los platos rotos y otras, que ya es muy tarde. Pero no pasa ni una cosa ni la otra, lo que pasa es la vida, pasan las etapas, casi parecido a lo que les pasó a todas las caritas que cuelgan de tu árbol genealógico. Y vos, tan distinta, un día comprendés que la lucha era casi la misma que la de tu abuela y empezás a volver al centro, a tu semilla y te preguntás: ¿Hasta cuándo voy a seguir jugando a la familia?
Ahí te das cuenta que la soledad dejó de ser un discurso, una queja juvenil, una tontería de un domingo aburrido. Se fueron todos, los hijos, los tupperware, los pediatras, las psicopedagogas, las heladeras llenas, los problemas amorosos. Puede que ya no te lleguen ni los traumas, entonces es momento de abandonar la espera y la necesidad de arreglar lo que está vivido de la única manera que supiste hacerlo. Es momento de pararte frente al espejo, mirarte el culo por las mañanas y salir igual con la frente alta.
Claudia Brancati
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