Abracé a mis hijos
y les hablé como
cuando eran chiquitos.
Comíamos un
durazno y una pera cada uno.
Pensé en la muerte
por un rato,
como una especie
de estancia innecesaria,
de tiempo pasado,
agotado,
pensé en cosas por
hacer,
busqué muchas
como estrellas en
el cielo.
Algún vacío, el
amor perdido, el miedo,
no sé,
y poco por hacer
en ese instante
entre el durazno y
la pera.
Entonces recordé
que sigo andando,
que hay humanidad para abrazar
hasta que muera.
Ya no como el
elefante aquel
del Libro de los
Itinerarios,
yo trato de llegar
solo si me esperan,
viajo entre vistas
múltiples
y me quedo por si acaso, la piedad,
que cae por todos
lados,
como estrellas en
el cielo,
esas que busco yo,
y también
porque,
a su modo,
sonreían,
comían
un durazno y una
pera en el sillón.